jueves, 15 de marzo de 2012


Proyecto de Vida

“Sólo se merece la libertad y la vida aquel
que se esfuerza por conquistarla cada día”
Goethe.

La “empresa de ser hombre” es la más ambiciosa y la más difícil, pero la más necesaria en la vida de una persona. Sin ella no somos realmente personas, en cuanto que por el sólo hecho de venir al mundo o de crecer y desarrollarnos físicamente no tenemos una personalidad. Esta se conquista y se realiza progresivamente. Para lograrlo hay que estar constantemente haciéndose a sí mismo.

Es lo propio de la vida humana el dinamismo. No somos resultado de una máquina que produce en serie. Cada uno es un trabajo de artesanía peculiar, propio, único. En este sentido cada uno será lo que quiera ser, aunque no dependa enteramente de él. Lo que recibimos como dotación genética o como legado y dependencia del medio o del ambiente, no es tanto como lo que podemos hacer de nosotros libremente.

Cada uno forja su propio proyecto de vida y lo saca adelante como quien esculpe una estatua, su más preciada obra de arte, no para contemplarla como algo distante sino para sentirla, vivirla, encarnarla plenamente. Todo esto requiere esfuerzo y sacrificio. Vivimos en una sociedad, habladora, alborotada, ahogada en las cosas, que no descubre el valor del sacrificio o del dolor sino que les saca el cuerpo y en ocasiones protesta por su existencia. Forjar una personalidad fuerte, serena y atrayente tiene exigencias grandes, no contentarse con la medianía y aspirar a lo mejor. Cada uno es feliz en la medida de su querer y de su poder para volver realidad lo que espera de sí mismo.

Hacer realidad la felicidad
Para construirse a sí mismo hay que hacerse preguntas y responderse valientemente: ¿Para qué estoy en la vida? , ¿Qué quiero de mí mismo(a)?, ¿cuál es el contenido de la felicidad que busco? No basta decir que buscamos la felicidad. Es más importante saber en qué consiste esa felicidad. La condición humana responde a unas características esenciales, pero hay mucha distancia entre la vida biológica y la vida biográfica, es decir entre lo que soy por naturaleza y lo que alcanzo existencialmente.

No me llega esa felicidad corriendo de un lado para otro, sometiéndome a todo tipo de experiencias, o leyendo o sabiendo muchas cosas. Hay gente que sin moverse casi de su domicilio y de su trabajo madura enormemente, se ve que han logrado el objetivo porque centran sus esfuerzos en ser lo que quieren ser, lo cual no depende de coordenadas geográficas sino de coordenadas vitales, de la mente y del corazón.

Por las calles de las ciudades hay mucha gente que busca ansiosa la felicidad sin encontrarla. Su vida parece marcada por el “deseo sin esperanza” de que habla Dante en la Divina Comedia. Tal vez son arrastradas por el ideal del éxito económico y material o por el dar gusto a sus sentidos sin negarles nada, por la filosofía del placer. A la vez, a ellos mismos u a otros, el mundo se les viene abajo por una desgracia económica, por la falta de salud o por una contrariedad sentimental. Les puede el qué dirán o el ambiente que les rodea, lo que los demás son o tienen, o lo que piensan de ellos, o cómo los ven ellos y no descansan hasta tener lo mismo.
Para hacerse a sí mismo hay que vivir de cara a los demás. No podemos aislarnos o pensar que esa tarea depende sólo de nosotros. Nada más equivocado. Así como el hombre es un ser encarnado, un ser espiritual pero en estrecha e inconfundible unidad de alma y cuerpo, es también un ser conviviente, con una relación con los demás que es intrínseca o es arraigada en su propio ser. Es la dimensión de socialidad, sin la cual el hombre no se realiza como persona.

A veces miramos a los demás -ver por encima, superficialmente- pero no los vemos, es decir, no penetramos en su interior, que es lo importante. Nos quedamos en el atractivo, en la ropa, en el encanto físico o en la apariencia, pero no nos fijamos en la persona como tal, en sus cualidades esenciales, lo cual se logra sólo con el trato íntimo.

Para dar hay que tener
La persona tiene una dimensión de interioridad que respalda su acción exterior. Podemos llamarla vida interior, riqueza de intimidad, fuerza espiritual. Si le falta, entonces se sucumbe ante las dificultades, choca contra los demás, se agrandan los obstáculos, se aleja de los otros o se defiende con palabras que no nacen de lo hondo de sí mismo sino de las convenciones sociales que permiten guardar las apariencias o desempeñar un papel. El hombre necesita del silencio interior para poder entender bien sus propias palabras y para que ellas sean sonidos significativos, mensajes que llegan a su destino, que se entienden porque revelan una vida vivida.

El mucho ruido corre paralelo a la actividad incesante por quedar bien o por lucir las conquistas materiales o profesionales como un trofeo de caza. Como aquel autor que se dedicaba un libro más o menos con estas palabras: “A mí mismo, a quien no doy todo lo que me merezco”. El orgullo, la vanidad del propio logro ocupa demasiado espacio, a costa del espacio que deberían ocupar las personas.

El precepto socrático “Búscate en ti mismo” no es una invitación al egoísmo sino a la vida interior. Para que esa búsqueda tenga sentido hay que cultivar el espíritu, las facultades superiores, la llamada conducta activa, inteligente y voluntaria, enraizada en el deseo, los sentimientos, la motivación, toda la esfera afectiva de la personalidad.

Es cosa bien sabida que nadie da de lo que no tiene, pero lo que hay que tener son no sólo cosas, sino lo más fundamental: un querer definido que se traduce en decisiones y en propósitos de vida que son los cimientos sobre los que se construye el propio proyecto de vida, lo que nos hará felices y capaces de brindar esa felicidad a los demás.

Sentido de la vida y aspiración a la plenitud
Pero nadie puede responder por su propia vida de un modo absoluto, a pesar de la autonomía de la voluntad y del ejercicio de la libertad que todos tenemos. El único que responde plenamente por nosotros es Dios, quien nos hizo. Con el tenemos la dimensión de religación o relación constitutiva, que mucho tiene que ver con la pregunta por el sentido de la vida. Miguel Ángel mirando al Moisés ya terminado lo golpeaba suavemente y le preguntaba: “¿Perché non parli?, “Por qué no hablas?” Es decir, había quedado tan perfecto que sólo le faltaba hablar. Y cada uno de nosotros es infinitamente más que esa mole de mármol por muy bien tallada que esté. Dios y los demás hombres preguntan a cada uno de nosotros: ¿Por qué no hablas?”

Si hemos sido hechos tan perfectos, con un espíritu que tiende al infinito, con un ansia de felicidad que no se colma plenamente en la tierra, ¿por qué dejamos que las cosas que no llenan el espíritu acallen la voz del alma?, ¿por qué el consumismo y el activismo no nos dejan vivir en comunicación personal con los demás, y ésta se reduce, muchas veces, a parloteo superficial, a hablar del clima, de la moda, de la comida y muy poco de los bienes esenciales (vida, amor, verdad, trabajo, libertad, fe...)?

Miguel Ángel decía también, contemplando las piezas de mármol antes de ser trabajadas: “Ahí está. Sólo hay que quitarle lo que sobra”. Hay mucha cosa en nosotros que sobra: pereza, comodidad, vanidad, aburguesamiento, indolencia. Para vivir nuestra razón de ser, nuestro servicio a la sociedad, hay que levantarse encaramarse sobre sí mismo para divisar mejor a los demás. Para hacerse a sí mismo, hay que utilizar mucho cincel y martillo contra el material noble pero informe que existe en nosotros y así modelar nuestra propia personalidad, no simplemente nuestra singularidad para llamar la atención.

Hay que trabajar mucho –trabajo formativo y productivo–, prepararse bien humana e intelectualmente, profesionalmente. Sin prisa pero sin pausa, dar más, si queremos estar en el frente de la batalla por buscar una sociedad mejor, que sólo puede hacerse con hombres o mujeres mejores, con capacidad de rebeldía frente a lo rutinario, a lo establecido, al conformismo o a la pasividad.

A veces se es rebelde frente a los deberes pero no frente al adocenamiento, a la uniformidad de las conductas colectivas. Hay que ser rebeldes ante todo lo que nos arrastra hacia abajo. Vivir menos pendiente de uno mismo y más atento a lo que ocurre fuera de nosotros.
Uno de los obstáculos más frecuentes hoy para poder vivir esa disponibilidad es la sensualidad como fenómeno que tiende a invadir la persona. La publicidad, la televisión, las imágenes, constantemente nos bombardean. Todo centrado en el placer y en el confort, en satisfacer todo género de deseos. Vivimos en una sociedad erotizada, en la que por todas partes se estimula, se excitan la sensualidad y la sexualidad. Hay demasiado cuidado por el cuerpo. La gente se pasa horas en un sauna y les cuesta concentrarse para leer un libro o simplemente para pensar un problema. Es el culto al cuerpo que puede conllevar el desprecio del alma.

Un obstáculo para superar
La sensualidad encadena progresivamente al hombre si no la controla. Es la esclavitud que experimentamos cuando jugando con el fuego nos quemamos, quedamos marcados por ese fuego y por la búsqueda repetida y encadenante de las mismas experiencias. Son esas esclavitudes que no se ven pero que existen y condicionan a la persona. Incluso la rebajan, le merman fuerzas para elevar su espíritu. Son también fuente de angustia, de incertidumbre, de ansiedades de diverso orden. Los sentidos del hombre no se contentan con una medida razonable. Siempre quieren más. Por eso, por ejemplo, el hombre come normalmente más de lo necesario.

No es extraño que ocurra lo mismo en la sexualidad, bien sea en la autosatisfacción como en la hetero satisfacción. Siempre queda un vacío, un desgarramiento que cauteriza en forma de acostumbramiento, de rutina, de reiteración del deseo, de reconstrucción placentera con la imaginación de todo aquello. Tarde o temprano el hombre explota por dentro, se da cuenta pueden hacer con nosotros. Y eso genera otro tipo de dependencias. Somos “capaces de Dios” -como dice la antropología cristiana- pero también capaces de abismo, de esa brecha que se abre en el alma, que no es otra cosa que la nada que habita en nosotros, esa tendencia a la disolución, al abuso de los sentidos, al culto al cuerpo más que al alma, que refleja una falta de coherencia, de unidad de vida.

El hombre puede comprometer su libertad en cuanto le arrastra el erotismo, la sensualidad desbordada. La exaltación de los sentidos puede ser fatal, aniquiladora. En cambio, con el dominio de las pasiones, el hombre purifica su libertad, la fortalece, la hace capaz de renunciar a muchas cosas incluso lícitas, lo cual es fuente de valores y de virtud.

La navegación del hombre en la vida le exige preparación, conocer bien lo que quiere y lo que sabe, saber para dónde va. Si no hay rumbo, se puede quedar uno dando vueltas sobre el mismo punto sin darse cuenta de que no avanza. Séneca lo expresaba en su conocida sentencia: “Vivir no es necesario, navegar sí”, o sea, saber para dónde se va, tener un rumbo definido. Lo dice él mismo con otras palabras: “No hay vientos favorables para aquel que no sabe dónde ir”. Pero sabiendo dónde vamos, no todo está resuelto, porque hay que caminar, afrontar dificultades, poner a prueba la libertad y responsabilidad personales del deterioro que produce el vivir para satisfacer los deseos, para el placer, para las relaciones sociales aparentes, para conseguir el éxito económico y material.

Aunque a veces se ensordece la conciencia, pero de pronto viene alguna experiencia en la que se produce una fisura en la masa del placer. Viene la tristeza, a veces la desesperación Entonces se va al siquiatra o al psicólogo a ver qué

Proyecto de vida: una búsqueda permanente
Es la lucha permanente en la persona entre lo que lo perfecciona y eleva, y lo que lo rebaja o envilece. Es la tensión que Agustín encontraba entre lo que llamaba libertad menor, o libre arbitrio que escoge entre varias cosas, y libertad mayor, que crece cuando el hombre busca la plenitud y el sentido último de su vida fuera de sí mismo en quien lo creó, en Dios. Sin él la libertad se vuelve fugitiva, escapa a su verdadero sentido, a lo que realiza plenamente al hombre.
La libertad es una conquista progresiva, radical. Hay que elegir, hay que comprometerse, hay que aspirar a más. Los tres son aspectos de la libertad auténtica, ligada estrechamente a mi ser, confundida con él. Hay que vivir de cara al futuro porque en él hacemos la vida, somos libres. Desprenderse del pasado, de lo que nos arrastra hacia atrás, de la rémora, para avanzar decididamente a la conquista de la felicidad.

La paradoja de la existencia humana es –en palabras de San Agustín– ir buscando ser más que hombre, en cuanto no podemos quedarnos en lo natural, en lo que somos por naturaleza, sino que hay que buscar en la existencia de cada día adquirir la personalidad. Sólo siendo, viviendo, aspirando a la plenitud, tenemos unidad de vida, coherencia entre lo que pensamos y vivimos, entre lo que queremos ser y somos, entre nuestros ideales y sueños y la realidad que palpamos.

Lo importante es ver esta perspectiva, así sea una sola vez en la vida y de ahí en adelante abrazarnos con seguridad a ella. Es un problema de fidelidad a la vida. La fidelidad es una decisión que baña toda la vida. Sería muy fácil si bastar con decir sí. No, es un sí por adelantado en forma de propósito no sólo de decisión frente a determinados acontecimientos.

Es, en último término, una actitud permanente de poner la mirada, como hacen los navegantes, en las estrellas -ideales, sueños, locuras, utopías- para que los orienten y así poder llegar a buen puerto. O dicho con palabras de Nietzche: “Quien tiene un porqué para vivir, encontrará siempre el cómo”.
Tener siempre una meta por la cuál vivir nos permite tener

“¡Emoción por Existir!

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